Hace años que desistí de empezar los buenos propósitos de todos los eneros el primer día lectivo después de Reyes. Me daba tal tristeza despedirme de copiosas comidas, excelentes caldos y buenas (aunque a veces un tanto indeseables) compañías, de forma que pospongo una semana más lo de volver al gimnasio, comprar más verdura y beber más infusiones.
Lo que por desgracia no puedo posponer es la vuelta al tajo, aunque la compañía eléctrica que nos da servicio ha decidido por mí, y me ha regalado una mañana de tenso asueto al dedicarse presuntamente a mejorar la red y dejarnos de paso a todos sin luz por un rato. El caso es que no lo habían avisado; lo contrario sería propio de un país desarrollado como algunos de esos de Europa, con sus pocas hipotecas, su escasa tasa de desempleo, sus calles limpias, su contaminación acústica por los suelos y el respeto al prójimo como divisa. Y como suele pasar, me han pillado con el ordenador sin batería, el móvil a punto de morir y el teléfono desconectado, que para eso va enchufado a la corriente.
Y en ese angustioso rato me he dado cuenta de nuestra absoluta dependencia de la energía eléctrica. Como es lunes, tenía varios asuntos que solventar on line antes del mediodía: imposible sin la colaboración necesaria de ordenador y router. Intenté acordarme donde se guardaba el listín telefónico en papel, para hacer alguna llamada, pero desistí porque tampoco podía avanzar nada por teléfono fijo o móvil. Lo de chocarme con las paredes o tener que oir al baño a oscuras no era tanto problema como el hecho de ser plenamente consciente de que ni siquiera podía acudir a la oficina de algún amigo a trabajar ese rato: no podía abandonar el edificio porque la puerta del garaje es también eléctrica y de andar o ir en bus hasta el centro cargado de ordenador, baterías y carpetas varias ni hablamos. Otros intentaron bajar en ascensor hasta la calle… Ilusos.
Y entonces llegó el pánico en forma de relámpago cerebral. ¿Habrá afectado el apagón a mi casa? Por aquello de alargar aún más los festejos tengo el congelador lleno de sonrosados solomillos, dorados pececillos y viandas varias y sabrosas a la espera de las dos celebraciones pendientes con amigos en casa esta semana. Pero los grandes hombres somos capaces de arriesgarlo todo en momentos de crisis, y si no que se lo digan a Urdangarín. Con manos temblorosas redacté lo más rápido que pude un mensaje de texto mientras el móvil pitaba de angustia clamando por su batería moribunda. “Enviado”, me dijo entre quejidos. “Mensaje recibido”, leo a la luz de la ventana con nerviosismo. “Todo OK”, me escriben desde casa…
Y tras el suspiro de alivio, a esperar que los buenos operarios tuvieran el detalle de devolvernos al siglo XXI mientras que con la puerta abierta escucho los lamentos de otros muchos que como yo, fiaron su trabajo, su asueto y su sustento al enchufe de la red eléctrica.