Nunca se me ha ocurrido
preguntarle la edad pero Tino debe de superar con mucha holgura los ochenta
años. Antes del accidente y desde su jubilación, acostumbraba a bajar a la
calle al mediodía y comprar una barra de pan, especie de coartada familiar para
tomarse dos crianzas en los dos bares de la calle donde él vive y yo trabajo.
Con esa puntualidad que debe de
dar la edad, Tino seguía un ritual perfectamente medido tras largos ensayos de
una armónica rutina. Un vino donde Sara, comprar el pan y otro vino donde
Antonio. Y a casa. Desde que se rompió la cadera se acostumbró a responder
siempre de la misma manera a quienes le preguntaban por la salud. “Jodido,
Fulano, jodido”, repetía y repite como un mantra con una brillante sonrisa en
la cara que hace de su respuesta una misteriosa paradoja sanitaria.
El caso es que como tenía severas
dificultades para moverse, desde hace unos años se desplaza por la vida con un
andador la mar de moderno, en una versión octogenaria del taca taca de la niñez. Se toma la limitación con filosófica paciencia
y desde el primer día decidió que la fatalidad ósea no iba a arrebatarle el
placer de echarse al cuerpo los dos riojas, de un rato de charla y de unas
miradas en absoluto disimuladas a las jóvenes alumnas de la Universidad
Internacional que a esa hora suelen tomar las mesas en busca de unas
hamburguesas y unos bocadillos de los que siempre dejan el pan. Si un grupo de
ellas hace corrillo para inhalar nicotina y alquitrán a la entrada y le
interrumpe el paso, con voz suave (y siempre sonriendo) suele usar siempre la
misma fórmula para despejarse el camino: “señoritas, o me hacen pasillo de
campeón de Liga o me sacan ustedes el vino y las aceitunas”. Vino que por
cierto tiene ya servido en su rincón de la barra porque Antonio Abascal, uno de
los mejores camareros de este país hostelero, le ve avanzar despacio por la
calle casi con quince minutos de antelación a su entrada.
Porque Tino se mueve, sí, pero muy
despacio. Mucho. El caso es que cuando llega la hora de cruzar la calle por el
paso de cebra, el tiempo se detiene. He visto a dos autobuses urbanos repletos
de gente esperar a que nuestro jubilado avance con la lentitud de un caracol
pero la majestuosidad de un urogallo.
Y en esa ocasión uno de esos
conductores del transporte colectivo, supongo que presa de una deficiente
educación tanto en el hogar como en las aulas, hizo sonar con gran sonoridad y
aspaviento su bocina, ante la mirada atónita de la parroquia que habitualmente tomamos
asiento al solecito de la terraza del bar de Antonio.
Entonces es cuando Tino detuvo el
paso. Y el tiempo. Diría que hasta el propio planeta cesó por un momento su
eterno y aburrido girar. Y se quedó allí, quieto. En mitad del paso de cebra.
Los segundos fueron pasando. Con parsimonia, Tino esperó los refuerzos que
acudimos prestos al socorro del venerable camarada al ver al esforzado
conductor municipal bajarse del autobús. Y cuando llegamos, y el inefable
peatón tuvo bien cerca al energúmeno, sin temblor de voz y en un tono bien
audible le espetó: “caballero, si yo
pudiera ir más aprisa no tenga usted duda de que no interrumpiría su trabajo. O
igual sí, qué coño, y esperaba a que se bajara usted de ese armatroste y le
daba unos buenos azotes en el culo solo por reconducir su paciencia y desde luego, su hombría”.
Yo no tengo muy claro que el
fulano entendiera la mitad de las palabras que pronunció nuestro guía espiritual,
pero desde ese día nuestro presupuesto en hostelería ha crecido en 1,30 euros que
es lo que cuesta invitar al crianza nuestro héroe. Porque tal lección de vida y
de humor, bien nos merece el gasto.